¿Qué es lo primero que debería
citar de aquella noche, el suave olor de tu piel, tus ojos brillantes, tu
sonrisa alegre, las caricias furtivas en el sofá? No tengo la respuesta a esa
pregunta, el recuerdo me invade como una ola gigante entrando a tierra, arrasa
con todos los demás recuerdos, convierte en efímeras y prostitutas sin rostro a
las otras mujeres de mi vida y te deja a ti desnuda en la playa, en la arena de
mi tiempo, tiempo perdido en una búsqueda que culminó con tu repentina muerte.
Miramos las estrellas y nos reímos al calor del vino, los planes, los sueños,
las risas surgían de entre nosotros como por instinto, fluyó el cosmos a través
de nosotros y tocamos cada quién el alma de su cada cual y ahí nos encontramos,
sentados riendo y gozando de la preciada compañía. Detuviste el tiempo con tus
labios carnosos, con un beso repentino, caíste sobre de mi como la lluvia sobre
el desierto, tan sorpresiva y tan esperada, correspondí a esa sensación, a ese
placer, deslizaste tus dedos sobre mi camisa y ésta quedó en el suelo, tu
vestido sobre tus rodillas, mi cinturón sobre la mesa y tu sostén en mis manos,
asomaron tus preciosos senos y lamí la rozada punta que coronaba mis fantasías mórbidas,
jadeabas, gemías, te retorcías, eras mía. Suavemente te llevaste la punta de mi
pene a la suavidad de tu boca, pasaste tu lengua por toda su extensión cubriéndole
de saliva, fuiste niña de nuevo, niña con un caramelo del cuál no te desprendías,
mi sangre hervía, esa punzada me hizo levantar tu cabeza, tomarte de las
caderas y lentamente ir introduciendo mi sexo en el tuyo, sumisa, rendida ante
mis deseos, me miraste y comprendí que el dominado era yo, montaste mi cuerpo
como una Valquiria y me llevaste a un pronto orgasmo y tu aún querías más, tu
cabello sobre tu rostro y esa sonrisa malévola, esas garras de Gorgona
que se clavaron en mi pecho y me arrancaron el corazón, me atrapó tu vagina y
no me dejabas huir, hundiste tus colmillos en mi carne y desangraste mi mente,
robabas mi vida en aquella cama. Lo siento, no tuve otra opción más que defenderme,
muy lentamente la luz en tus ojos se fue apagando, mis manos en tu cuello,
ahora yo mandaba, postrada ante mí y muriendo, volví a correrme dentro.
Leonora, lo siento, hoy no eres más que un cadáver pudriéndose en el
cementerio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTA QUE